Me senté entre el polvo al borde de la pista del olvidado aeródromo para soñar con los viejos pilotos. Los hombres que se alzaron desde aquí hacia el cielo encendidos de luz y de coraje sostenidos con la tenue esperanza de no caer. Los imaginé en el firmamento furiosamente azul del verano envueltos en su excitante aventura de aire y libertad, y durante unos instantes me sentí parte de su mundo fulgurante de horizontes ilimitados, donde solo cuentan las certezas y la belleza adquiere una calidad diáfana con la omnipresencia del peligro.
"Este campo, Santa Oliva, fue hace 72 años la base de varias escuadrillas de caza del Grupo 21", me explicaba el miércoles entre un calor sofocante Ramón Arnabat, director del Centro de Investigación y Documentación sobre la Aviación Republicana y la Guerra Civil. Bajo los expertos ojos de Arnabat, el terreno de sembrados y viñas del Penedès recupera su antigua fisonomía, el campo de aviación vuelve a la vida y los aeroplanos Mosca y Chato de nuevo ruedan en las pistas. "Una de las tres pistas seguía exactamente la orientación de esa carretera entre las dos hileras de olivos; en esa masía, Cal Sereno, se instaló el personal del campo y en aquella caseta estaba el mando operativo". Caminamos hasta la pequeña construcción medio escondida en una pineda en los límites del aeródromo. Entro en la caseta en ruinas en la que cabía justo una mesa y un teléfono y desde la que el jefe del campo ordenaba el despegue de las escuadrillas. Asomado a la ventana alargada imagino la febril actividad, el ruido, el enjambre de los letales aparatos. El techo bajo está lleno de nidos de avispa.
El paisaje carece hoy de dramatismo pero los aeródromos (Pacs, Sabanell, Els Monjos) se regaron con sangre: accidentes -cinco pilotos muertos al estrellarse en Santa Oliva, alguno al llegar muy tocado (y los cazas Mosca, magníficos en el aire, ¡eran muy puñeteros para aterrizarlos!), ametrallamientos y bombardeos-. He venido hasta aquí en este final de agosto achicharrante siguiendo el rastro de un aviador, Juan Ramoneda Vilardaga, piloto de monoplazas Polikarpov I-16 Mosca, que voló desde Santa Oliva en misiones de caza. De Ramoneda (Ripoll, 1916-Barcelona, 2005) se acaban de editar sus extraordinarias memorias inéditas de guerra ¡Muera la muerte!, España 1936-1939 (Lectio Ediciones), por las que merece pasar a formar parte de la selecta escuadrilla de nuestros aviadores favoritos. No muy literarias -Ramoneda no es un Saint-Exupéry (al que admiraba), ni un Richard Hillary, ni un James Salter- y más bien políticamente incorrectas (considera que los franquistas recalcitrantes son "tan fusilables" hoy como el 18 de julio de 1936), las memorias resultan sin embargo apasionantes, son singularmente antibelicistas y no están exentas de emotividad y poesía al describir la belleza del vuelo. Para Ramoneda, déjenme recalcarlo, valor es simplemente aguantarse el miedo.
Nuestro hombre, un valiente que se creía antihéroe, que tenía un envidiable porte chulesco a lo Brando y le daba a la ratafía, fue piloto de la legendaria 1ª escuadrilla de moscas cuyo emblema era Betty Boop. "La vida es para vivirla y para gozarla en toda su intensidad", escribe el aviador comunista, que califica la Guerra Civil de "maldita guerra española". De lo insólito de su tono da fe el que al hablar de sus victorias lo hace sin regodearse: "Pude contemplar en diez ocasiones (con bastante seguridad) cómo un avión enemigo caía incendiado a causa de las ráfagas que yo le había disparado". Y sin hurtar ni un ápice de lo terrible del asunto: "A los pilotos que tripulaban aquellos diez aviones no sé, al final, qué les ocurrió. Desearía, de verdad, que todavía vivieran los diez pero por desgracia creo que la mayor parte de aquellos infelices murieron de la manera más horrible que quepa imaginar... quemados vivos". Ex alumno de los Hermanos de las Escuelas Cristianas de Manlleu, Ramoneda se alistó en el arma de aviación en 1937 con 21 años y realizó el curso para pilotos en la URSS, en Kirovabad. No crean que tenía una visión idealizada de la guerra aérea, peliculera, de pañuelitos en el cuello, barones rojos (bueno, rojos sí), arrebatadoras antiparras y caballerosidad. No: los combates en el cielo son "una bestialidad", una mezcla de odio, ira y sadismo, y atracción por el peligro.
Cuando recuerda el destino de los pilotos abatidos, Ramoneda me hace pensar en los más célebres abrasados: Steinhoff, ardiendo en su reactor, su atractivo rostro masculino de míster Luftwaffe devenido cera derretida; Hillary, espantosamente quemado en su Spitfire y que, fundidos los párpados solo podía dormir poniendo los ojos en blanco... Ramoneda cuenta la ocasión en que vio a un camarada de veinte años que desde la barbilla a los ojos tenía un agujero monstruoso. "Me dije a mí mismo que nunca volvería a visitar a un compañero en un hospital con la cara quemada. De lo contrario no sé si hubiera tenido los cojones suficientes para volver a coger un avión e ir al frente".
Pero el señor de los moscas también experimentó el lado más maligno de la caza aérea: sentir "la transformación del ser civilizado en bestia incontrolada" que dispara con saña las cuatro ametralladoras de su avión rociando mortalmente el fuselaje del aparato enemigo; la "alegría de contemplar su lento descenso", el "morbo" de observar que el rival no salta en paracaídas, que "se va a dar el batacazo". Un relámpago de fuego: "El final de tu enemigo, que se joda".
Con Ramoneda he conocido el "pipí del miedo", el que se hace antes de subir a la carlinga para despegar; la forma en que un instructor ruso te llamaba gilipollas, el afán de pillar a un rutilante Messerschmitt 109 (tumbó cuatro, y seis Fiats), y lo que es participar en una batalla de cazas: aviones que caen trazando estelas de humo como el cabello al viento de una mujer, otros entrando en barrenas rapidísimas, paracaídas que se abren "como una gran flor con su brillante seda bajo los rayos solares". La guerra aérea en España era a menudo un asunto de glándulas. Ramoneda explica cómo al regresar de un servicio en el que habían optado por no atacar a unos bombarderos enemigos, el jefe de la caza republicana le espetó al de la escuadrilla que no tenían los atributos bien puestos y que lo que debían hacer era "ponerse bragas". Así que al día siguiente el agraviado, faltaría más, lanzó su grupo de siete moscas contra medio centenar de cazas franquistas... ¡toma bragas, comandante!
Ramoneda, aunque rudo, escribe en su libro cosas como: "Todo lo que incluía el hecho de volar era bello". Y recuerda con aérea felicidad las locas acrobacias y la manera en que en Kirovabad las avutardas les seguían durante los vuelos de entrenamiento y jugaban con los aviones como delfines del cielo.
Tras visitar los viejos aeródromos, Arnabat me llevó a la sede que poseen en Santa Margarida i els Monjos. Allí tienen una serie de cosas maravillosas que se exhibirán en el futuro centro de interpretación de los espacios de la aviación republicana: modelos de cazas, carteles, una bomba alemana de 250 kilos y el chaquetón de cuero auténtico de un piloto de moscas, que bien podría haber vestido Ramoneda y que me quedé con fetichistas ganas de probarme.
Luego conduje de nuevo hasta el campo de aviación de Santa Oliva. Volví a sentarme al borde de la pista y, sumido en el vuelo de las golondrinas, me puse a esperar pacientemente el retorno de los viejos pilotos, y el regreso de la aventura.
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